sábado, 24 de mayo de 2014

Cuerpo de Baile, entrevista a Pablo Rotemberg, 24 de mayo 2014

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VIERNES, 23 DE MAYO DE 2014
DANZA

Cuerpo de baile    

En exclusiva, antes de viajar a Chile a preparar su próximo espectáculo, Pablo Rotemberg habla de sus influencias, obsesiones, miedos y procesos de trabajo.
 Por Magdalena de Santo
Pablo Rotemberg, uno de los directores más influyentes de la escena independiente local de danza teatro, hizo de la cogindanga un campo estético descomunal, para de este modo tematizar la violencia y la vulnerabilidad a la que estamos sujet*s. Porque si el sexo es una coreografía corporal más o menos pautada por reglas sociales, él supo estallarla con una ingeniería tan reiterativa como compulsiva en la que mucho de lo inefable se pone de manifiesto.

¿Qué cosas creés que influenciaron en tu estética que ya casi es marca registrada?

–La música y el cine. Yo era el típico niño tímido, hipersensible, muy vulnerable a los estímulos artísticos. El cine, la literatura y la música fueron las cosas que más me prendieron, era muy voraz. Por supuesto, Pina Bausch, DV8, Rosas y colegas míos argentinos que evidentemente dejaron una impronta en mis coreografías. Pero hasta los 18 o 19 años mi idea era ser pianista de música clásica, intérprete. Y después eso colapsó, lo dejé, y empecé a estudiar cine. Son dos disciplinas que desde muy chiquito soy fanático. Yo era de Ramos Mejía, y mi papá me llevaba a las clases de solfeo, armonía, y después era una fija que íbamos al cine.

¿Y cuáles eran esas películas que te apasionaban?

–Ahora quizá no me gustan o me aburren, pero en su momento me hacían hervir la sangre Pasolini, Fassbinder, Visconti, que ahora me parece aburridísimo –excepto lo más neorrealista–: todos gays. Tiene que ver también con la época de mi despertar sexual. Yo con esas películas me moría, con esa mezcla de homosexualidad con alta cultura.

Ibas a ver a Pasolini con tu viejo al cine, fuerte...

–Bueno, él me compraba la Enciclopedia del cine, entonces muchas de las películas que íbamos a ver, yo ya algo sabía. En esa época había una poética de los fotogramas que aparecían en las revistas, que en sí ya era una experiencia sensorial y artística. Yo tenía un fotograma de Querelle, la película de Fassbinder, que era muy audaz, y cuando fuimos a ver la película con mi papá, yo estaba súper incómodo. Sentado, sufría: “Va a venir la escena, va a venir la escena”, pero al mismo tiempo era yo el que había insistido en ir a verla. Cuando finalmente llegó –que era una estupidez si la mirás ahora–, me agarró una taquicardia terrible. Sentía que me iba a dar un infarto y me iba a morir. Terminamos en la guardia del hospital. No tenía nada, obviamente. Eran los nervios de que mi viejo presenciara algo que era de mi intimidad, que tenía que ver con lo que a mí me gustaba.

Charlemos un poco de tus obras, de tu estética, tus coreografías. En La casa del diablo, aquella que presentaste en el San Martín en 2012, había algo muy claro de la performatividad de género...

–Mirá, yo me compré Cuerpos que importan, de Judith Butler, y no entendí nada. ¿Pedimos una birra?

Bueno, pero en La idea fija hay algo desgenerizado...

–Ahora hay una tendencia como que todos hacen obras de género... y a mí ni se me había ocurrido. Cuando hice La idea fija, que empieza con un hombre con peluca cogiéndose al piso, la gente me decía: ¡qué bueno que al principio no se sabe que Alfonso Barón –el gran bailarín del espectáculo– es un hombre! Yo recién ahí empiezo a pensar en eso, pero en realidad yo a él le puse una peluca porque es un bailarín hipertónico, que para un tipo de movimiento es genial, pero lo que yo quería era un movimiento más de danza moderna, ligado, circular, que le costaba. Entonces le di una peluca viejísima de cuando hacía teatro. Cuando se puso la peluca, increíblemente su cuerpo empezó a moverse de otra manera y se volvió más femenino. Y por eso quedó con la peluca. Yo a priori no lo había pensado como un cuestionamiento al género.

¿Y qué más te dicen?

–Algunos me criticaron por misógino. Yo al principio me ponía re paranoico, y contaba cuántas veces cagan a palos a una mujer en la obra y cuántas a un hombre para que no me dijeran nada... Hay una escena donde una mujer tiene un monólogo que cuenta cómo la violaron y le pegaron, y una colega me decía que no le gustaba porque ironiza sobre sí misma, como una loca. Pero para mí ese momento es un lugar muy homosexual de varones, ese lugar para narrar, las fantasías violentas de lo sexual... La figura de la mujer loca es muy gay, eso de lo femenino que te vuelve loca.

Brindemos, chin chin. Yo percibí que La Wagner es una obra como más abstracta que La idea fija...

–Sí, es más de “danza”. Las otras están más afectadas por convenciones típicamente teatrales. En La Wagner me pasó algo distinto. Me enfrenté con que no iba a tener el elemento que a mí me erotiza: el cuerpo del hombre. Eso fue una cosa que me preocupaba y me significaba un desafío, eso me pasó desde mi vanidad, mi ego. Pero después apareció esto de que la obra tratara de las mujeres, y la posibilidad de que yo me convirtiera en un abanderado de su causa... les pedía que no actúen como mujeres pelotudas, “tóquense los genitales como si le colgaran las bolas”, les decía. Después de esa experiencia, me empezó a pasar con mis alumnas mujeres algo parecido: les pido que no actúen como tontas, “agarralo a éste y reventalo”, les digo. No sé bien cómo se me armó la erótica de laburo con las chicas, porque en el vínculo de la dirección hay erotismo. No sé si es una cosa sádica –como algunos me acusan– o al revés, una apuesta a que no se las muestre débiles.

¿Y ellas, las intérpretes de La Wagner –Ayelén Clavin, Carla di Gracia, Josefina Gorostiza, Carla Rímola–, cómo lo viven?

–Ellas son un elenco soñado. Y están muy expuestas. Me encanta, me emociona el nivel de entrega.

Sí, una concha en primer plano no es algo que se ve muy seguido ni en el teatro de revista...

–Más allá de cuánto muestran la concha, eso arrastra otro problema que es lo más temido para el artista escénico, que es: “¿Por qué estoy haciendo esto?”. Que un espectador pueda pensar eso ubica al intérprete en un lugar muy desprotegido. Para mí no hay nada más espantoso cuando ves a un intérprete y decís: “Pobrecito, mirá lo que le hacen hacer”. En La Wagner nos pasó que muchas colegas de las chicas, a la salida del teatro, con una palmadita en la espalda le decían: “¿Estás bien?”. Sobre todo por la violencia sobre el cuerpo –no por la desnudez–. Y ellas, te lo cuento porque lo he escuchado, responden: “Sí. Estoy re feliz”. Ellas no son las que están vulnerables, es la obra la que habla de eso.

Me pareció una apuesta muy antimercado. Digo, no sé a cuántas personas les interesa ver conchas empoderadas, violencia y sexo entre mujeres con música de Wagner...

–Yo pensaba que me iban a matar por unir la violencia con Wagner, hasta me parecía indecente... Mis viejos son judíos y aunque yo no sé nada de la liturgia, desde chico me obsesionaba casi morbosamente el Holocausto, los nazis, etcétera. Bueno, nadie me dijo nada. A nadie le importa, pero a mí si me perturba mucho qué iba a decir la gente con que pusiera cosas violentas con Wagner.

La Wagner se reestrena en unos meses, pero ahora está Savage en cartel...

–Sí, es una obra que surge en el marco del IUNA de Movimiento, con la compañía de danza de la institución, los domingos a las 21 en El Portón de Sánchez; es divertido, citan textos de Beatriz Preciado. Hay algo feminista, pero degradado. También esto de Kate Millet: “Lo personal es político”. Es buenísima la frase porque para mí es algo propio de lo escénico también... muchas veces me acusan de no ser político, de no estar comprometido...

Bueno, quizás para el orden heterosexual, o cero feminista, no parece tan obvio que lo personal sea político...

–Ah, entonces en esta nota voy a quedar como una mariquita. Me pone un poco paranoico...

¿En serio?

–El otro día leía un libro que decía que el homosexual contiene una paradoja, porque los homosexuales se ponen a defender lugares que en la heterosexualidad –de las sociedades relativamente avanzadas– se están desdibujando. Y vienen los gays a ocupar esos lugares de la mariquita o el ultra chongo, representando roles que el mundo heterosexual está disolviendo.

No sé en qué mundo heterosexual estarás viviendo...

–Y mirá, mientras dure es mejor asumir que las cosas están cambiando. Cambiaron los códigos, pero todo podría volver a que salgo a la calle y me maten.
La Wagner, que se reestrena próximamente.
Savage. Domingos a las 21, El Portón de Sanchez, Sánchez de Bustamante 1034.

miércoles, 14 de mayo de 2014

Se armó la gorda. nota 4 de mayo 2014

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VIERNES, 2 DE MAYO DE 2014

Se armó la gorda        


 Por Magdalena De Santo
El programa más saludable de la televisión argentina, Cuestión de peso, viste a cada gord* con una remera blanca que estampa en letras negras muy grandes los kilos que se cargan. La primera operación del reality show es la animalización del sujeto. Con número en el pecho, se trata de convertir al ganado –cerdo, vaca o hipopótamo– a un legítimo humano. La fórmula: bajar de peso para subir en la jerarquía social. La lucha por acceder al tratamiento está en la base. La espectacularidad motivada por la exhibición de grasa se tiñe en el aumento de técnicas de normalización médicas. Sobrevaluado, el “tratamiento” funciona como centro de la escena, paraíso clasista al que aspirar. El propósito a seguir de los no obesos es exterminar la denominada enfermedad “obesidad” mediante el juicio, culpa y castigo. Las paradojas cínicas del poder: crear la enfermedad para generar los dispositivos de su erradicación. Los “permitidos”, en el sistema de control médico que ofrece el tratamiento, son la fisura que hace del relato del programa se sostenga. Los “permitidos” son la puesta a prueba de una voluntad gord* vituperada y, también, la legitimación de lágrimas, diarreas, atracones de culpa en el que reposa el aumento de raiting y consumo. Entonces, espera con cabeza gacha subirse a la balanza. La solemnidad es el único estado emocional admisible. No caben risas, las luces titilan, los números de la balanza se revuelven. El rostro de papada amplia se desfigura. Es viernes y engordó dos kilos. Debe ser expulsado pero con disciplinamiento: el monstruo no se dejó corregir, pues que al menos entienda de moral. Segunda operación: el sujeto animalizado es, al mismo tiempo, infantilizado sistemáticamente. Claribel Medina, portadora del poder de dar voz arremete: “Lamentablemente, lo pudo el boliche, en lugar del compromiso con su tratamiento”. El joven mira el piso y calla. La no obesa sigue dando a su tele-audiencia un discurso ejemplificador. “Penoso, lamentable, pero real.” La felicidad momentánea del gord* tiene un precio alto: volver a ser ese deshecho sin reconocimiento público. Sin embargo, aunque nadie lo celebra, este gord* ríe sutilmente frente al instrumento de tortura.

El ojo de amo engorda

La tortas gordas de la nación, uníos, no hay nada que perder, diría un manifiesto. Es que los casilleros para describir lo humano incluyen un montón de “anormalidades”: homosexuales, hermafroditas, negr*s, minúsválid*s, clase obrera, y también, podríamos agregar, obes*s. Todas esas identidades se convierten en sustantivos molestos cuando capitalismo industrial y heterosexualidad compulsiva avanzan como sistema de regulación personal, con sus complejos procesos de disciplinamiento médico, escolar, jurídico, e, incluso arquitectónico. (No es casual que l*s gord*s resulten molestos a un sistema productivo que aspira a minimizar costos; no entran en el mobiliario pinipon ni en los departamentitos para pigmeos.) Las identidades se empalman, conviven, y en el imaginario tortón de décadas anteriores era muy fácil asociar lesbianismo con fealdad, siendo la gordura el indicador exultante de dicha monstruosidad. Orgullosas y corajudas, muchas lesbianas sortearon los mandatos físicos de la belleza femenina y del trabajoso cuidado sobre esculturales cuerpos, y se erigieron afirmativamente en sus carnes. Así, cánones de belleza y salud corporal fueron disputados por muchas que se despreocuparon de la mirada aprobatoria del macho hegemónico. Las tortas generaron una contra-estética erotizadamente gorda para sus amantes y compañeras. ¿Pero qué pasó? En estos tiempos de totalitarismo mercantil casi no se encuentran muchas tortas gordas orgullosas que quieran hablar. En esta línea, Canela Gavrila se pronuncia: “Ninguna lesbiana habla de gordura. Y yo soy gorda por amor a la buena vida pero tampoco teorizo mi gordura. Yo como canelones. De todas maneras, si algo sabemos las lesbianas, es hablar sobre el silencio. El hecho de que no haya nada sobre el tema, dice un montón”. ¿Y te jode que te digan gorda?, le pregunto. “Me jode que un boludo lo use de insulto. Después no me molesta para nada, amo a las gordas, adoro mi cuerpo. Mi actual novia es una gordita hermosa que adora como yo comer, beber, drogarse y hacer todo al extremo.” En ese sentido, Laura Contrera, responsable del fanzine local Gorda! (gordazine.tumblr.com), dispara: “Creo que la línea a recorrer estos años tiene que ir de la mano de lo queer y los transfeminismos, pero haciendo hincapié en que además de la diversidad sexual, es hora de celebrar la diversidad corporal”.

Breve historia de la acción grasa

El movimiento de derechos civiles de los Estados Unidos, a comienzos de los ’60, generó las primeras condiciones para que el activismo gord* surgiera y emigrara rápidamente a tierras británicas. El feminismo de la segunda y tercera ola, especialmente, junto con distintas subculturas sexuales, desde la cultura de osos hasta heterosexuales fetichistas, dieron lugar a lo que hoy se conoce como activismo fat. El activismo gord* es hij* directo del feminismo, pero no de cualquiera. Se trata de aquel que en los ’70 en Los Angeles se sostuvo de la mano de lesbianas radicales. En medio de la liberación sexual que esa década prometía, un grupo lésbico bajo el nombre The Underground Fat irrumpió en la escena californiana para desmitificar esos ideales de “buena salud y belleza”. Fundado por Sara Fishman y Judy Freespirit –que murió el año pasado–, reconocieron que el temor de la cultura norteamericana hacia las grasas es un temor a las mujeres sensual y sexualmente poderosas, y que la pérdida de peso no es otra cosa que un genocidio identitario. El colectivo The Underground Fat en 1973 publica el manifiesto de liberación gorda que esclarece –en un diálogo anticipatorio con Cuestión de peso– algunos puntos: “NOSOTRXS nos declaramos enemigxs de las llamadas industrias ‘reductoras’. Estas incluyen: clubes de dieta, salones para adelgazar, granjas para gordos, doctores para la dieta, libros de dieta, comidas dietéticas y suplementos, procedimientos quirúrgicos, supresores del apetito, drogas y máquinas para perder peso. NOSOTRXS exigimos que esta industria acepte sus responsabilidades sobre las falsas promesas, que se den cuenta de que sus productos son dañinos para la salud pública, y que publiquen estudios de largo plazo además de eficacia estadística de sus productos. Hacemos esta exigencia sabiendo que el 99 por ciento de los programas de pérdida de peso, cuando son evaluados sobre un período de cinco años, fallan totalmente. NOSOTRXS repudiamos la mitificada ‘ciencia’ que falsamente expone que nuestro cuerpo no es sano. Esto causa y justifica la discriminación contra nosotrxs, unido a los intereses financieros de las compañías de seguros, la industria de la moda, la de pérdida de peso, la de la comida, la farmacéutica, además de los campos de medicina y psiquiatría”. Así, de manera afirmativa, The Underground Fat fueron las primeras en crear nuevos sentidos de ser gord*: incentivaron la resistencia, el orgullo de una identidad –distante de la patologizada obesidad– que se tradujo años más tarde en una cantidad de estrategias de empoderamiento. Luego, llegaron l*s queer (much*s de l*s cuales se iniciaron en los feminismos anteriores) y los “estudios de la gordura” en todo el mundo anglosajón. Estos, actualmente, se dedican a combatir la gordofobia que propagan “las industrias reductoras” bajo el aumento de una contra-cultura gord*. Con investigaciones y pautas para saber responder ante la inquisitiva medicina, el activismo gord* abraza la autogestión de fiestas, talleres de autodefensa, boxeo, natación, yoga, y danza para cuerpos grandes y saludables. En suma, abandonan el ideal de medicalizado del bypass gástrico –cuya tasa de mortalidad va en aumento– y hacen boliches bien amplios para que de tanto saltar se le arruine el caldito a Cormillot.

lunes, 12 de mayo de 2014

¡Éste es mi poyo! Nota 25 de abril 2014

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VIERNES, 25 DE ABRIL DE 2014 

DANZA/TEATRO

¡Éste es mi poyo!

La histeria en danza, el pavoneo teatral para narrar el primer beso.

 Por Magdalena De Santo  
Uno de los binarismos que estructuran nuestras cabezas –ya lo denunciaron incansablemente los estudios queer– son el par varón-mujer. Pero también, en esa lógica de oposiciones, podemos incluir las dicotomías humano-animal, mente-cuerpo, razón-sensación. El primer término siempre tiene más valor que el segundo. En el orden sexual, entre la heterosexualidad-homosexualidad, ya sabemos quién se lleva los privilegios. Y en el ámbito de los espectáculos en el par teatro-danza, el primero condensa popularidad y admiración, mientras que la segunda, feminizada, asociada al cuerpo y a las sensaciones, parece lo abyecto, lo otro inferior de la representación: el patito feo de las artes del espectáculo.
A propósito: el próximo martes 29 de abril, en el Día de la Danza, se convoca a tod*s al Congreso de la Nación para presentar el proyecto de Ley Nacional de Danza, que aspira al reconocimiento por parte del Estado de su particularidad (ahora l*s laburantes en danza están subsumidos a las entidades de teatro); la creación del Instituto Federal para la Danza y, de este modo, generar mejoras en las condiciones laborales de sus miembr*s, junto con partidas presupuestarias autónomas.

Un poyo, una danza

Ahora bien, hay una obra en cartel, altamente recomendada, que desde hace seis temporadas realiza funciones a sala llena. Paradójicamente, no deja de rolar sobre todos aquellos términos menos importantes del imaginario occidental. Homosexualidad, cuerpo, animal, incluso feminización del deporte con el lenguaje de la danza. Todo eso sin palabras, mucha resignificación y parodia. Efectivamente, Un poyo rojo se construye desde y en la periferia con sencillez. En un teatro underground con problemas con los vecinos, dos jóvenes apuestos (Luciano Rosso y Alfonso Barón) desatan la histeria corporal y el pavoneo de dos chongos que no hacen más que desearse. “La fábula es muy simple –dice Hermes Gaido, su director–, es la historia del primer beso.” Un beso, contextualiza en el sitio paroxístico del homoerotismo: el vestuario de un club deportivo. Allí, con toalla al cuello y el locker abierto, la masculinidad hegemónica de fútbol y boxeo se mezcla con el indecoroso revoleo de ojos y aleteo de los cisnes –cualquier asociación con el épico ballet de Chaikowsky es pura coincidencia–. Con ese dispositivo visual mínimo se desarrolla la acción dramática en pos de alcanzar la resolución del conflicto: un mínimo momento de acuerdo entre labios. La constante medición del miembro viril –aquí en clave de destreza física y lucha por el dial– aspira a ceder su lugar en favor de la comunión de las partes: único e ínfimo momento conclusivo donde ambos parecen decir “sí, quiero” con amor.
Pero para llegar al sí se recorren largos trayectos que se condensan en 60 minutos de puro movimiento. No sólo aquellos momentos intensos y ridículos que la seducción nos suele arrojar –hiperbolizar ese tipo de acontecimientos es uno de los grandes hallazgos de la puesta, allí donde fumarse un pucho es cualquier cosa menos pitar–, sino que incluso hay alusión al sexo antes que al beso (en esa coreografía íntima y agresiva el público heterosexual es el gran reidor). Además, antes del encuentro afectivo también se bailan la cumbia “En tu pelo”, la versión de Lía Crucet, referente de la putada sin igual –tema interpretado también por Carlos Casella– e improvisan al son de las frecuencias que la AM impone. En cada escena, los intérpretes descuellan expresividad y talento.
Un poyo rojo, “¿nació del amor?”, le pregunto a Luciano –uno de los intérpretes y creadores–. “Sí, con Nico Poggi éramos pareja y de ahí surgió el nombre de la obra. El apellido de Nico se dice ‘poyi’, entonces poyo. Y mi apellido es rojo en italiano. A partir de eso empezamos a ver riñas de gallo, por lo que disparaba el nombre, y a armar partituras quinéticas con ese material. Después Nico se fue y entró Alfonso.”
Sin dudas, esta expresión artística persiste a los avatares de la pareja, con la fuerza de las hormonas del pollo que, como dijo Evo Morales, nos hace a tod*s homosexuales.
Un poyo rojo, Teatro del Perro (Bonpland 800), viernes 23 hs.